Ya le dijimos que no

Por Miguel Angel
Santos Guerra.  
La evaluación suele exigir muchas explicaciones a los evaluados y muy pocas a los evaluadores. Quiero decir con esto que, puesto en un platillo de la balanza lo que se exige para aprobar y en el otro lo que se pide para justificar la calificación, el peso de uno y de otro suelen estar descompensados. Después de un año de trabajo y los múltiples exámenes parciales más el examen final, el evaluador suele decir de forma muy lacónica: apto o no apto. Después de una larga y competitiva oposición, el tribunal que evalúa da su veredicto en un número al que no acompaña explicación alguna.

He leído hace unos días en este periódico las manifestaciones, claras, justas y sensatas a mi juicio, de una opositora andaluza al cuerpo de profesorado de Secundaria por la rama de filosofía. Desde aquí quiero manifestar mi solidaridad con su sensación de malestar.

No he leído su examen, claro está. Tampoco sé lo que conoce sobre el tema aunque, después de 30 años dedicada a la educación, imagino que tiene el nivel necesario para superar una prueba en la que se le pregunta por algún aspecto de la obra de Friedrich Nietzsche, autor que ella ha estudiado detenidamente y sobre el que ha publicado algunos artículos, según sus declaraciones.

No voy a poner en duda ni el rigor ni la buena voluntad de los miembros del tribunal. Y tengo que reconocer, además, que la tarea que les encomienda la Administración educativa (y a través de ella, la sociedad) tiene una dificultad casi infinita. No es fácil manejar criterios precisos y hacer comparaciones justas entre ejercicios de unos y otros opositores y opositoras. Máxime si se tiene en cuenta que el tribunal está compuesto por varios miembros, que no siempre tienen el mismo criterio de evaluación. Y, como  nadie ignora, teniendo la ardua e ingrata tarea de eliminar a candidatos para quienes no hay plaza, aunque sean excelentes.

No voy a discutir, pues, ni el rigor ni la actitud de los miembros del tribunal al evaluar la prueba de esta opositora y suspenderla. Mi respeto para ellos y ellas, si es que había hombres y mujeres. Y mi gratitud por el esfuerzo imprescindible y agotador que hacen en estas fechas inclementes. No tengo ni la más mínima referencia sobre el trabajo de la opositora, como digo, más allá de sus palabras. Pero hay dos cuestiones sobre las que quiero pronunciarme.

Una, a la que ella hace referencia con tino y un poco de sorna, es la calificación numérica de cuatro decimales que le otorga el tribunal. En efecto, la califican con 4.6953. No solo décimas ni centésimas ni milésimas. Diezmilésimas. ¿Qué criterios han llevado a ese extremo de precisión en la corrección de un examen de filosofía?

Este alarde de rigor matemático encierra un engaño difícil de digerir. No se puede afinar así en la corrección de un ejercicio de letras. Hay quien piensa que mientras más números haya habrá más rigor. No siempre es así. Porque los números (como las palabras) están llenas de trampas. Los números cantan, se dice. Pero desafinan.

Ya sé que si la opositora hubiera aprobado con 8.695, por ejemplo, es más que probable que la queja no se hubiera producido. Pero cuesta adivinar cuáles fueron los criterios para que el tribunal dijese que le habían faltado 0.3047 de conocimientos para poder aprobar.

La segunda cuestión es de más envergadura y tiene que ver no solo con este caso sino con la evaluación en general. Pero partamos de este caso que ha saltado a la prensa y del que también la Administración tiene noticia por el envío de las reflexiones de la profesora (y ahora opositora). Estoy seguro de que su preparación para esta prueba ha sido de meses y quizás de años. Por otra parte, el ejercicio tuvo una prolongada duración y habrá dado lugar, imagino, a un largo escrito. No parece razonable que el informe de la evaluación sea de esta extensión y contundencia: 4.6953.

Quiero decir con esto que no se puede responder a un proceso de trabajo y de evaluación largo y complejo con una simple palabra: suspenso o aprobado o con un sencillo número: 4 o 7.

Se me dirá que la oposición es un acto administrativo y no pedagógico. Pues bien, también en esa dimensión habría que exigir a la Administración un poco más de respeto con los ciudadanos y ciudadanas. He oído a miembros de tribunales decir: “es que no nos dejan dar explicaciones”. Pues debieran.

Miles de veces me he encontrado haciendo tareas de evaluación en clases, tesis, comisiones y tribunales. Durante dos años fui miembro de la Comisión Nacional que evalúa la investigación de los profesores universitarios. Yo decía muchas veces en la comisión que debíamos argumentar más y mejor la calificación. Los profesores presentaban un curriculum de seis años destacando cinco aportaciones relevantes. Sobre cada una de ellas debían hacer un amplio informe en el que se evidenciase el nivel de impacto de cada una de ellas: citas,  referencias, repercusión académica… Es decir, un trabajo largo, esforzado y difícil. Seis años. La respuesta de la comisión era numérica. Es decir, una cifra que indicaba si había aprobado o suspendido el sexenio. Sin más explicaciones.

Cuando algún profesor o profesora reclamaba (rara avis), yo insistía en que no se le podía contestar diciendo: “ya le dijimos que no”. Había que argumentar, explicar, aclarar… Y había que hacerlo no con frases estereotipadas sino contextualizadas,  pormenorizadas y no menos rigurosas que las que se habían exigido a los evaluados.

No suele ser esa la costumbre, por desgracia. La evaluación encierra poder y el poder se ejerce golpeando con la calificación una y otra vez sin argumentar en qué criterios se asienta.

Para recibir alguna explicación, hay que reclamar. Y ese hecho conlleva sus riesgos. El riesgo de la negativa, claro está, pero también el del enfado y el de la represalia. Lo he oído en más de una ocasión:

- Vas a reclamar unas décimas y sales sin cuatro puntos.

Lo cierto es que para recibir alguna explicación tienes que acudir a la reclamación. La calificación no suele venir acompañada de justificaciones. Pero, claro, a la reclamación acuden muy pocos. Por escepticismo, por comodidad o por miedo.

Recuerdo que en una clase de evaluación pedí que levantasen la mano quienes hubiesen tenido la sensación de haber sido calificados alguna vez de forma injusta. Levantaron la mano todos o casi todos los asistentes. Luego pedí que levantasen la mano aquellos que habían acudido a pedir explicaciones sobre la evaluación. Me sobraron los dedos de una mano para contarlos.

Las explicaciones o aclaraciones que pido tienen que ver con la ética, con el rigor y con el aprendizaje. Cuando hay explicaciones, el evaluado se siente respetado, comprende las razones y descubre qué es lo que pudo hacer de otro modo o explicar de otra manera. Qué es lo que tuvo que añadir o lo que le sobró.

Las explicaciones, además, aminoran el riesgo de error. Porque para formularlas hace falta buscar evidencias y no simples impresiones. Lo digo para el caso que ha dado lugar a este artículo y lo digo en general respecto a la evaluación. Hay que explicar más y mejor de donde surge el  resultado. Es más respetuoso, más justo, más sensato y más didáctico.

Publicado en http://blogs.opinionmalaga.com/eladarve/ el sábado 9 de julio de 2016.

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