Las pepitas de las sandía

Por Miguel Angel
Santos Guerra.  
En una comida familiar del actual verano, a unos metros de la pedregosa playa de Castell, mi cuñado José Manuel, educador de profesión y de espíritu, plantea una cuestión de hondo calado pedagógico a través de una pequeña anécdota familiar. Pone en entredicho la práctica de la abuela que le quita las pepitas de la sandía a los nietos para que la coman con más facilidad y agrado.

- De esa manera, argumenta mi cuñado, los niños acaban por no saber que la sandía tiene pepitas y que es necesario quitarlas, de una forma u otra, para poder comérsela. De esa forma aprenden que no tienen que esforzarse para comer el postre porque alguien que les quiere se lo hace todo fácil.

Nadie duda de la buena voluntad de la abuela y de su capacidad de sacrificio y de altruismo. De su amor a los nietos, en definitiva. Lo que se pone en cuestión es la conveniencia de ese modo de proceder para el desarrollo infantil. Mi cuñado dice que es necesario aprender que la vida tiene dificultades y que se debe hacer frente con entereza a esas dificultades. Pero eso solo se consigue afrontándolas, superándolas con esfuerzo. Las pequeñas y las grandes.

Se trata de un minúsculo detalle, pero está cargado de significado. Es casi un símbolo. La actitud puede repetirse de forma casi constante en la vida cotidiana de la familia. Atar los cordones de los zapatos, recoger la ropa, colocar las cosas, poner la mesa, fregar los platos, peinarse, mover las sillas, levantarse a por un vaso de agua… ¿Quién lo hace? ¿Quién lo hace para quién? ¿Quién lo hace en lugar de quién?

Hacer las cosas por los niños puede ser un signo de amor, pero puede convertirse en una invitación a la comodidad, a la blandenguería, a la falta de esfuerzo y sacrificio. Hacer las cosas por ellos, en lugar de ellos, para que no se molesten por nada es tenderles una trampa sibilina. Porque la vida no es fácil.

No soy partidario del sufrimiento estéril. Estoy contra el sadismo en la educación. Pero creo que es necesario educar en el esfuerzo. Como en todas las cosas de la educación es cuestión de tacto. No estoy de acuerdo en que la escuela tenga que ser difícil porque la vida es difícil, pero sostengo que nada valioso se alcanza sin esfuerzo.

Cuando veo a los acróbatas, a los magos, a los futbolistas, a los profesionales de cualquier oficio realizando con aparente facilidad actividades complejas, siempre pienso en todas las horas de esfuerzo que hay detrás.

“Nuestra recompensa se encuentra en el esfuerzo y no en el resultado. Un esfuerzo total es una victoria completa”, decía Gahandi. Mucho antes, nuestro Francisco Quevedo había sentenciado: “El que quiera en esta vida todas las cosas a su gusto, tendrá muchos disgustos en su vida”.

Los niños y las niñas tienen que saber que las sandías tienen pepitas, que los peces tienen raspas, que las rosas tienen espinas, que los caminos tienen cuestas, que las casas tienen goteras, que los coches tienen averías… Esa es la vida. Hay que saberlo y hay que saber afrontarlo.

Tenemos que revisar nuestros patrones de comportamiento. Hacer las cosas fáciles puede resultar contraproducente. Porque cuando se evita todo tipo de esfuerzo, el niño puede esperar (y desear) que todas las sandías vengan sin pepitas o que, si las tiene, alguien se las tendrá que quitar por él. Incluso sentirá en el derecho de exigir que así sea.

Quiero decir con estas líneas que es necesario educar en el esfuerzo. Un esfuerzo que tiene sentido y finalidad, que no es un esfuerzo gratuito y masoquista. Se llega a las metas después de caminar con esfuerzo, de superar dificultades, de perseverar en el intento.

Veo hoy en los jóvenes poca resistencia a la frustración, poca capacidad de sacrificio. No se soporta con elegancia el fracaso. No se practica el esfuerzo. No se afronta con entereza el dolor, la enfermedad, el trabajo.

- Se quiere conseguir lo que se pretende sin esfuerzo alguno. Fácilmente. Cómodamente.
- Se pretende llegar a la meta sin la espera necesaria. Rápidamente. Ahora. Ya.
- Se exige él éxito que no se ha conquistado con tiempo, esfuerzo y sacrificio. Egoístamente.

Para madurar, para crecer psicológicamente hay que esforzarse. El niño quiere comerse la tarta y no acepta que haya desparecido. El adolescente quiere que le pangan en una bandeja la tarta. El adulto sabe que para que haya una tarta en la bandeja tiene que trabajar, que no se la van a traer las hadas o los dioses como un regalo. Y sabe que, si se la come, ya no habrá tarta en la bandeja.

No sé dónde leí esta lapidaria sentencia del presidente norteamericano Franklin S. Roosvelt: “Suda y te salvarás”. No durmiendo la siesta, no tumbado en un sofá, no abanicándote plácidamente, no sesteando… Sudando, esforzándose. Y, lo importante de esta idea, no es solo conocerla sino practicarla. Querámoslo o no, la vida es difícil. Dárselo a los niños todo hecho, hacérselo todo fácil, no es la mejor forma de prepararse para tener éxito en la vida.

Los niños tiene que aprender que el dinero no cae del cielo, que cuesta conseguir lo que se pretende, que hay que esforzarse para alcanzar los objetivos, que hay que estudiar con intensidad y perseverancia para poder aprobar. Tienen que saber que no hay martillos que golpeen solos. En el libro de Eduardo Criado “Cien impulsos positivos” se cuenta esta historia que he elegido en honor a mi cuñado José Manuel, infatigable coleccionista de martillos, ya que él me sugirió esta reflexión sobre las pepitas de la sandía.

Hace años pasó por un viejo poblado un ropavejero vendiendo objetos curiosos. Entre otras cosas ofreció a un aprendiz de carpintero un “martillo maravilloso”.

- Si este martillo trabaja solo como usted dice, ¿por qué no me hace una demostración?

El muchacho dudaba. El precio era alto. Todos los ahorros de su vida.

- Bien, muchacho. Veo que no te decides., llevo el martillo a otro pueblo. Tú seguirás condenado a trabajar duro.

El aprendiz se decidió y le entregó el dinero.

- Recuerda que debes mirarlo fijamente durante una hora sin pensar en la palabra “martillo”. Si así lo haces, él obedecerá tus órdenes y empezará a trabajar haciendo todo el esfuerzo que tú tienes que hacer ahora.

Cuando el ropavejero se marchó intentó hacerlo funcionar pero no lo consiguió. Al principio creyó que se trataba de una falta de concentración: ¡no podía dejar de pensar en la palabra “martillo”! Pero después fue su propio amo, el carpintero, quien le hizo ver la verdad, diciéndole:

- El martillo maravilloso pertenece a aquella clase de ideas del tipo “me merezco todo a cambio de nada”. Todo lo que realmente merece la pena tenemos que conseguirlo con nuestro esfuerzo.

Hay quien se dedica a vender martillos maravillosos. Y hay quien se cree que existen. Lo cierto es que no los hay. Y tampoco puede otra persona golpear por nosotros. Hay que enseñarlo y hay que aprenderlo. Si no lo hacemos los padres y educadores, es probable que lo enseñe la vida de forma traumática.

Publicado en http://blogs.opinionmalaga.com/eladarve/ el sábado 6 de septiembre de 2014.

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