A palo limpio

Por Miguel Angel
Santos Guerra.  
No sé si todos los que me leen fuera de España saben que aquí tenemos desde hace años lo que se ha dado en llamar “un carnet de conducir por puntos”. A partir del 1 de julio de 2006, quienes habían aprobado el examen de conducir, dispusieron de un carnet con 12 puntos Por las infracciones que se cometen (exceso de velocidad, hablar por el teléfono móvil, saltarse un semáforo en rojo, no respetar el stop…), además de la multa correspondiente, se quitan puntos. Un conductor puede llegar a perderlos todos y a quedarse sin carnet. Para recuperarlo, hay que hacer curso que, como supondrá el lector, tiene un costo elevado.

Una de las infracciones por las que el conductor puede ser castigado con pérdida de puntos es el lanzamiento de colillas. Lo he visto escrito muchas veces por la carretera mientras conducía: “Por tirar colillas, cuatro puntos”. El lector lo entiende de forma automática. Si te pillan (esa es la palabra exacta) tirando una colilla, te quitan cuatro puntos. Y no añaden “y te ponen una multa de 200 euros” porque no daría tiempo a leerlo.

Es la forma deseducativa de enseñar y aprender lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. A palo limpio. Para que una persona aprenda algo, piensa el que enseña así, es preciso amenazarla con el castigo que recibiría si hace lo que se pretende evitar o si no hace lo que se quiere que haga. Para que alguien se porte bien tiene que temer que se cumpla la amenaza. Y para que se cumpla la amenaza, primero tienen que pillarle. Para que un conductor no tire una colilla por la ventanilla del coche, tiene que mirar si alguien le puede ver, porque si le ve la policía, la sanción es inevitable. Ahora bien, si no le ve, no pasa nada. El bosque se quema, pero el pirómano queda impune.

El castigo, el dolor, la multa… son los verdaderos alicientes. Si no hubiese sanción, no importaría nada incurrir en esos comportamientos. No importa el daño que se hace, el fuego que se provoca, el dolor que se causa… No importa el deber. No importa el bien. No importa el prójimo. Importa la sanción. El palo.

De ahí que haya tantos infractores cuando no existe vigilancia. Si hay un radar, se disminuye la velocidad. Si hay un policía apostado en la carretera, el conductor se coloca el cinturón. Si hay una cámara instalada en una zona prohibida de aparcamiento, allí no se deja el coche. Si aparece en lontananza un policía de tráfico en su moto, se deja inmediatamente el teléfono. Pero todo cambia si la sanción no es posible porque nadie puede ver al infractor. Entonces se puede exceder la velocidad, prescindir del cinturón, hablar por el teléfono o saltarse el stop. ¿Cuál es la finalidad de la buena conducción? Evitar la sanción, no el bien común. Salvar el carnet y proteger la cartera, no la seguridad de prójimo.

En definitiva, lo que se quiere proteger es la cartera, no la carretera. Lo que importa no es el civismo sino el interés particular. Un policía de tráfico detiene a un conductor por saltarse un semáforo en rojo. Y le dice:

- ¿Es que no ha visto usted que el semáforo estaba en rojo?

Con toda sinceridad, el conductor le dice:

- Sí, claro que vi que el semáforo estaba en rojo. A quien no vi fue a usted.

No importa quebrantar los derechos del prójimo, no importa su dignidad. No importa el bien público, no importa el medio ambiente. Lo que importa es que te descubra haciéndole daño quien tiene la facultad de sancionarte.

¿No seria mejor hacer otro tipo de anuncio? Sería preferible decir: Arrojar colillas puede causar graves daños. O bien: Proteja el campo, no arroje colillas. O quizás: Sea responsable, no destruya el bosque arrojando colillas.

Las amenazas llevan más a la ocultación que a la evitación. Lo que importa es que no te sorprendan, que no te descubran, que no te multen. Si se causa un incendio, pero no te ven, no pasa nada. En nuestra cultura tenemos una larga tradición de amenazas, algunas verdaderamente inhibitorias para quien se las cree:

- Como te portes mal, irás al infierno y allí estarás ardiendo toda la eternidad.

Como amenaza no está nada mal. Sobre todo si se tiene en cuenta que alguien omnipresente (incluso en tus pensamientos) ve todo lo que haces, todo lo que sientes y todo lo que piensas.

La escuela es una institución educativa, no coercitiva. En la escuela se trata de que las personas aprendan a convivir. No por el temor al castigo sino por la convicción de que todas las personas, por el hecho de serlo, tienen una indiscutible dignidad.

Si se evitasen las agresiones a través de vigilancia estrecha, amenazas severas y castigos contundentes nos instalaríamos en la duda de si se ha conseguido la finalidad educativa de la escuela. ¿Han aprendido a convivir o solo han aprendido a evitar el castigo?

Por eso hay que poner en solfa un sistema arraigado en la imposición de castigos. Cuando el castigo no exista, ¿qué pasará? Esa es la pregunta: Cuando no exista el temor, ¿cómo actuarán?

Hay que pensar en la naturaleza y en la finalidad de las sanciones. ¿Para qué se sanciona? En esencia para evitar que el infractor reincida y para que otros escarmienten en cabeza ajena. ¿Se consigue? Lo dudo. “El castigo es la venganza vestida con traje civilizado”, decía Constancio Vigil.

Desde el punto de vista educativo existe otro problema no menor. Son los efectos secundarios del castigo, sobre todo si es exagerado o injusto. El castigado acaba odiando al que castiga, despreciando su postura y rechazando sus opiniones. Es decir, cortando el vínculo educativo.

María Luisa Ferrerós publicó en 2011 un librito titulado “¡Castigado! ¿Es necesario?” en el que dice que “los castigos pueden ocasionar más daño que beneficio”. Tiene razón.

Hay muchos componentes irracionales en la aplicación de castigos, aparte de la posible dosis de injusticia. La lógica y la justicia se pueden saltar en diversas partes del proceso: la primera, en lo relativo a la comisión de la falta. ¿Hay siempre seguridad sobre la autoría y sobre la gravedad? La segunda puede estar radicada en la finalidad, es decir en lo que se pretende conseguir. La tercera es la magnitud de la sanción en relación con la importancia de la infracción. Y, sobre todo, puede haber ausencia de lógica y de justicia en la evaluación de lo alcanzado. Si se dice que la pretensión es conseguir una modificación del comportamiento, ¿no sería lógico que nos preguntáramos si se ha conseguido? Si se pretendía que los demás escarmentases en cabeza ajena, ¿no sería lógico que comprobásemos si se conseguido el objetivo?

No estoy de acuerdo con la idea de que la mejor forma de aprender sea a palo limpio. No es el palo, es la razón, el sentimiento y la ética. No estoy de acuerdo con quien piensa que si no es con el dolor del castigo no se aprende, con quien sostiene que si no hubiera multas la circulación sería un caos. No creo en el palo, creo en la lógica. No creo en el palo, creo en el sentimiento. No creo en palo, creo en la responsabilidad. No creo en el palo, creo en el respeto al prójimo.

Publicado en http://blogs.opinionmalaga.com/eladarve/ el sábado 4 de octubre de 2014

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