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Por Jorge Cadús. |
Cada jueves, la Plaza 25 de Mayo de Rosario se inunda de un cielo claro y firme. Sucede cuando la tarde comienza a tejer su despedida, y un puñado de mujeres anuda el pañuelo bajo el mentón. Cada jueves es único, e irrepetible: la Plaza es siempre escenario para el encuentro, la historia recuperada, el abrazo largo que se estira. A veces hay canciones y poesía. Otras veces, las consignas políticas se imponen con su prepotencia de sueños inconclusos. Cada jueves, los pasos se hacen marcha alrededor de la pirámide, y la memoria se codea con esa hermanita muchas veces perdida, tantas veces reencontrada, la esperanza.
Como ese mapa de círculos que se dibujan en el agua cuando la piedra estalla, hay una ronda que desde el centro se multiplica, se hace viajera y contagia.
Alrededor de la ronda de las Madres de Plaza 25 de Mayo, que parece marcha chiquita y frágil, crecen mil y una formas de invenciones y resistencias.
De la marcha de las Madres, cada jueves, en cada Plaza, se nutren -madres al fin- las luchas cotidianas en donde memoria y esperanza alzan sus voces, enamoran y guerrean.
Escriben una crónica que sigue abierta en su dolor, que sigue latente en la urgencia de la búsqueda de justicia.
Círculos de resistencia, movilización y justicia.
Mapa de una geografía en construcción que se mueve al pulso de ese corazón travieso, vivo y tozudo, que cada jueves late en la Plaza 25 de Mayo.
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Soles, lluvias y otoños disputan este territorio.
Y entre soles y lluvias va la marcha de los jueves.
Jueves multiplicados en las esquinas de una ciudad que despunta recuerdos, dolorosos y recientes.
En los surcos abiertos por la memoria y la justicia se agitan las desgarradoras crónicas que insisten, abiertas. En la pelea cotidiana se construye un mañana sin olvidos. En el abrazo de la música reposan las guerreras de los pañuelos, para volver a la marcha. Entre lluvias y soles crecen los jueves, suman los pasos, florece la historia, enciende, arde y quema la esperanza.
Estos jueves crecen más allá del almanaque y de la Plaza.
Porque cada encuentro es jueves, y cada acto de justicia.
Y jueves es cada día que un pibe poeta entreteje palabras.
Poesía para el pobre, poesía necesaria como el pan de cada día.
Como el aire que exigimos trece veces por minuto.
Lo escribe Gabriel Celaya, poeta y compañero: "hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren / y canto respirando. / Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas / personales, me ensancho".
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Trepar estos escalones que inauguran la geografía de la Plaza 25 de Mayo, cada jueves, nos fue construyendo una identidad política, social y cultural.
Trepar esos escalones gastados es –seguirá siendo siempre- entrar de lleno en el espacio de lo público. Romper la barrera de lo individual y tocar la conciencia plena de ser parte de un todo, de completarse en los otros diferentes –a veces tan diferentes- que han llegado sin embargo con las mismas urgencias y parecidos proyectos.
Porque el pueblo no va la plaza: el pueblo se hace en la plaza, con la plaza.
Y cantar entonces "si este no es el pueblo…" cobra sentido de verdad.
Porque dónde, sino en ese amasijo, protegido a pesar de la intemperie, abierto, colorido y fuerte, entre baldosas y canteros.
Dónde sino en ese abrazo hecho también canto: "Madres de la Plaza / el pueblo las abraza…".
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Ese entrañable compañero que fue Osvaldo Foressi solía repetir: "es necesario que todos los días sea jueves". Y uno imaginaba una semana hecha de memorias y abrazos, de esperanzas y rebeldías. Una semana echa de jueves repetidos pero nuevos, de días en donde el olvido pierde por abandono, derrotado en cada paso de la marcha de las Madres de Plaza 25 de Mayo.
Que cada día sea jueves, hasta que la democracia termine de curar las heridas abiertas.
Que cada día sea jueves hasta que la democracia se libere de curas asesinos, de jueces cómplices, de políticos indiferentes.
Que cada día sea jueves.
Y en jueves marchemos por verdad y justicia.
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La marcha de las Madres insiste, se extiende.
Abre surcos en los cementos del silencio y la impunidad.
Nada detiene una marcha tan encendida de memoria.
Nadie detiene una marcha tan florecida de Justicias.
Los juicios se multiplican, embarazados de mañanas.
Los relatos de víctimas y sobrevivientes trenzan una larga costura de dignidades, uniendo los retazos perdidos de la patria.
El ejemplo de los pañuelos rosarinos cobra fuerzas, adquiere su verdadera dimensión histórica.
Ellas, nuestras Madres, desafiaron al tiempo de los relojes.
Giraron a contrapelo de la obediencia debida, el punto final y los indultos.
Sembraron rebeldías que hoy florecen entereza.
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Curas torturadores. Jueces cómplices. Políticos indiferentes.
Demasiadas deudas acumulan estos casi 30 años de democracia santafesina.
Una democracia que debe sustento y origen a esas Madres que cada jueves giran contra el tiempo y el olvido.
Giran o danzan.
Son -a la vez- cielo y paloma.
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La marcha de los jueves, tozuda y solidaria, se extiende más allá de los almanaques.
Suma sus pasos en las veredas angostas de la ciudad portuaria denunciando la violencia contras las mujeres, señalando su intimidación cotidiana, los silencios cómplices, la necesidad del compromiso constante y certero.
Tan luego ellas, las Madres de los pañuelos, mujeres sacudidas y violentadas por el terrorismo de Estado.
Y sigue la marcha más allá de los jueves, porque son cortos los días para tanta voluntad.
Reproduce la marcha sus pasos en rincones lejanos, llega a ciudades que comienzan a desperezarse de la modorra del olvido, abraza a los compañeros que sostienen la memoria y defienden la Justicia.
Marchan las Madres. Vuelan.
Sus pañuelos son alas multiplicando sueños.
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Hemos crecido al amparo de los pañuelos, reconociendo cómo las diferencias de distinta índole que portaban estas mujeres no impedían esa construcción colectiva inédita: las Madres de Plaza 25 de Mayo. Y en esas diferencias superadas, en esos respetos mutuos, en esos intercambios, nos seguimos reconociendo.
Para que quede claro: nuestra identidad política está ahí.
Nuestra identidad política son esos pañuelos.
Entonces cómo no acompañarlos.
Cómo no encender los candiles cuando los brujos piensan en volver.
Cómo no dejar de lado miserias y discursos, y trepar esos escalones viejísimos, cruzar en diagonal y buscar la miradas dulces y firmes de Norma, Chiche, Matilde, Lila; sus luminosas sonrisas –nuestros candiles-; y sentir que se puede devolver alguito de lo tanto y tanto y tanto que esas mujeres únicas nos han dado.
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Cada jueves, las baldosas y los bancos de la Plaza 25 de Mayo recogen historias comunes, sueños inconclusos, logros compartidos. Pasos que nunca se repiten en la larga marcha de nuestras Madres de los pañuelos.
Una caminata por senderos que siguen olvidados en el registro de los medios masivos de difusión, que elijen multiplicar lejanías para silenciar lo cercano, la mano que te palmea el hombro, lo que la memoria te susurra al oído.
Postales de una marcha que no tiene vuelta atrás.
Una marcha que ya nadie podrá detener, porque inscribe su recorrido en la historia regional.
Una crónica trágica y precoz, en la que ya hemos aprendido que la única realidad son los sueños compartidos.
Que cada día es más y más necesario sumarle voluntad a la pelea contra las injusticias cotidianas.
Y que la única lucha que se pierde es la que se abandona.
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